NEUQUEN > LA PATAGONIA PARA CICLISTAS
Pedaleando los lagos
Gira por la Ruta 40 –el Camino de los Siete Lagos– y el Paso Córdoba, recorriendo en bicicleta casi 400 kilómetros en total entre San Martín de los Andes y las villas Meliquina y Traful. Consejos, extensiones del circuito y una mirada a las aldeas de montaña desde una perspectiva diferente.
Por Juan Ignacio Provéndola
Existe un sencillo código entre quienes pedalean rutas adentro. Consiste en saludarse cuando dos de ellos se cruzan desandando el camino que el otro desea transitar. Puede ser con la mano abierta o el pulgar arriba, aunque un simple cabeceo basta para cumplir la gentileza. El que está acostumbrado a moverse por centros urbanos con la velocidad de las bicisendas pavimentadas y el enajenamiento del gentío metropolitano quizás no pueda tomar dimensión de este hecho pequeño pero, a la vez, supremo. En ese saludo casi instintivo se revela una esencia humana que, por momentos, parece perderse en la inmensidad de una naturaleza salvaje, aún no contaminada por esa industria sin chimenea llamada turismo.
Muchos ciclistas de largo aliento eligen la Patagonia como destino para trazar esta clase de travesías que combinan una exigente entrega física con la contemplación de paisajes ajenos a la vida citadina. Y el Camino de los Siete Lagos se impone como el circuito más recurrido: la facilidad de la Ruta 40 asfaltada, la vista que ofrece su geografía lacustre y montañosa y el aire puro de toda la región son algunos de los motivos que empujan a centenares de ciclistas a encarar tamaña aventura en épocas de calor.
Pero existe una alternativa que triplica los kilómetros, agrega lugares impensados y concluye en una expedición inolvidable. Se trata de una especie de círculo que toma 75 de los 110 kilómetros del Camino de los Siete Lagos y se redondea con el llamado Paso Córdoba y el nudo entre los ríos Limay y Traful llamado Confluencia. Todo comienza y termina en San Martín de los Andes, la más importante de las ciudades de este recorrido que también pasa por las villas Meliquina y Traful.
Antes que nada, hay que tener en cuenta consideraciones ineludibles para este viaje. Por empezar, en estas rutas casi no hay señal para teléfonos celulares. Y tampoco abundan lugares para comprar bebida y alimentos, por lo que es indispensable partir munido de las provisiones necesarias para reponer hidratos y nutrientes. Una clave son las frutas secas, aunque también se recomienda llevar bebidas isotónicas, o en su defecto agua mineral. El largo pedaleo al calor del sol suele franquear la resistencia térmica de las caramañolas, elevando considerablemente la temperatura de las bebidas. A pesar de que no es agradable ingerir líquidos en estas condiciones, hay que sobreponerse a la situación, ya que más importante que el gusto es la hidratación. Un trago de agua tibia es mucho mejor que nada, y el organismo igualmente lo agradecerá. Otro detalle sustantivo es el estado mecánico de la bicicleta. Frenos, neumáticos, amortiguaciones y engranajes deben ser chequeados por un especialista antes de partir. Fundamental: llevar kits de emparche, cámaras y cadenas de repuesto, además de herramientas que puedan servir para hacer los ajustes y reposiciones que sean necesarios.
Vista de San Martín de los Andes, punto de partida y de llegada, desde el mirador Arrayanes.
SAN MARTÍN COMO INICIO Y ENSAYO Tomar de punto de partida a San Martín de los Andes ofrece el agregado de que, antes de salir a la ruta, se pueden realizar pedaleadas internas para afinar el estado físico. La ciudad cuenta con subidas, faldeos, miradores, playas y lagos de acceso dificultoso que ponen a prueba los músculos del cicloturista aventurero.
San Martín de los Andes fue fundada en 1898 sobre un territorio que estaba en litigio con Chile, y que recién se incorporó administrativamente a la Argentina en 1902. Además del destacamento militar que dio origen a la ocupación, su actividad económica se basó en molinos harineros y en aserraderos hasta que en la década del ’70 comenzó a impulsarse la actividad turística. Esto dio lugar a una coqueta villa cordillerana de casas de madera y piedra donde existe un celoso cuidado de los rosales en las calles, armonía arquitectónica, limpieza en la vía pública y hábitos urbanos innegociables como la prioridad de paso al peatón.
Casi todo surge o mira hacia el lago Lácar, único espejo de agua de la zona que desemboca en el Pacífico. Dos claros ejemplos de esto son los miradores más importantes de la ciudad. Al Bandurrias se puede trepar por tres kilómetros de ripio, aunque hay una alternativa más larga -pero a la vez menos dificultosa- por la ruta 48, que se toma saliendo de la ciudad a través de la avenida Perito Moreno. Después de observar la imponente vista puede bajarse hasta La Islita tras cuatro kilómetros más.
Al Arrayán, en cambio, se puede acceder trepando la calle Juez de Paz J. Quiroga, que nace al final de Miguel Camino (la tradicional avenida costanera), hasta llegar al faldeo del denominado Camino Arrayán. Desde allí puede verse el casco urbano, el Lácar, la Cordillera de los Andes y el Curruhiunca, uno de los cerros más emblemáticos de la ciudad junto al Chapelco. En la cumbre, además, está la tradicional casa de té construida en 1939. Luego se puede bajar diez kilómetros atravesando bosques de cipreses con una vista espectacular sobre el Lácar a la izquierda por la ruta 108, hasta la Ruta 40, a la altura de la entrada playa Quila Quina.
Este es uno de los sitios administrados por los curruhuincas, una de las comunidades mapuches de la zona. La playa de fina arena blanca está emplazada en una bahía sobre el Lácar, a la que se llega tras 12 kilómetros de exigentes faldeos por un camino angosto lleno de robles, ñires y coihues. Hay un camping y se cobra entrada. Ahí se puede pasar el día y luego regresar al muelle de San Martín de los Andes a través de servicios de embarcaciones que permiten cargar la bicicleta. La otra opción es retomar la cuesta para volver a la Ruta 40 que conduce hacia San Martín, aunque cuatro kilómetros antes de la ciudad está la otra playa popular de la zona, Catritre, que también tiene camping y un pequeño restaurante con precios accesibles.
Hacia el otro lado de San Martín de los Andes se encuentra una visita interesante más para hacer el bicicleta. Son 12 kilómetros por la Ruta 62, que en su tramo asfaltado atraviesa el regimiento militar que dio origen al pueblo. Luego del destacamento, comienza un camino de ripio que conduce finalmente al Lolog, el extenso lago que le provee a San Martín el agua que sus habitantes y visitantes consumen. Una playa igual de bonita a las anteriores, aunque menos concurrida.
El séptimo de los siete lagos que componen el tradicional camino patagónico es el Lácar.
TOMANDO LA RUTA AL SURHasta aquí describimos bonitas visitas para hacer en el día. Pero todavía no hemos comenzado la verdadera aventura, aquella que se inicia dejando atrás las comodidades de San Martín. El destino de la primera jornada de ruta es Villa Meliquina, a 50 kilómetros de distancia. Constituye el día de pedaleo más corto, aunque no por ello subestimable.
Los primeros 30 son sobre la Ruta 40, con amables subidas sobre asfalto y algunas bajadas veloces que permiten redondear un promedio de velocidad cercano a los 20 km/h. Esto permite hacer ese tramo en unas dos horas, contando una breve pausa para recuperarse, hidratarse e incluso ingerir algún sólido liviano como una banana, aliada indispensable del ciclista de largo aliento. Un puñado de autos y algunos ciclistas componen una postal interrumpida únicamente por el majestuoso sobrevuelo de un cóndor. El ave emblemática de la región andina, ama y señora de las máximas alturas del nuevo mundo, aquella que decide arrojarse al vacío cuando sabe que la vida ya fue vivida… planea en paz, con sus alas extendidas, acompañando el pedaleo solitario. Increíble.
Poco antes del Machónico (el segundo de los siete lagos, contando el Lácar de San Martín Andes como el primero) comienza el desvío que nos introduce en la experiencia del ripio sobre la Ruta 63. El silencio patagónico se rompe con algún susurro del viento y unos avispones cayendo redondos sobre el asfalto por el calor fulminante. Sólo los tábanos resisten a la temperatura. Y también a los repelentes. El recuerdo de ellos vuelve por la noche, sucumbiendo en pleno sueño al ardor de las picaduras.
Se tratan de cuestas largas y descensos pronunciados, mientras el aire se carga de polvo y uno siente que respira cal viva. En verano, las montañas están desnudas de nieve y no infunden miedo. Distintos animales pastan a la vera de la ruta y es divertido chistarles a las ovejas. La mayoría se asusta y recula, aunque unas pocas valientes se quedan y responden.
El punto final de la primera etapa se empieza a anticipar unos ocho kilómetros antes de llegar: el lago Meliquina va bordeando el camino en medio de las coníferas de la banquina con sus aguas ofreciendo calma. Y, cuando se despeja la cadena de árboles, una pequeña playa se extiende ante la vista del recién llegado. Como les pasa a los beduinos que recortan los desiertos, el agua marca el destino del primer día. Un baño refrescante es la recompensa. Y su reflejo, la imagen del camino recorrido.
COMIENZA LA AVENTURA DEL RIPIO Villa Meliquina ofrece todo lo necesario para pasar la primera noche: buena comida y buen descanso. No más de 100 personas componen la población estable. Hay una sola escuela y atiende un único médico el primer jueves de cada mes. Viene del hospital de San Martín de los Andes, ciudad a la que los meliquinenses viajan para llevar sus bolsas de basura, hacer las compras, cargar combustible y pagar impuestos. Es que en Meliquina no hay supermercados ni estaciones de servicio. Tampoco gas, electricidad, agua corriente, cloacas, policía, señal de celular ni carteles en las calles. Por eso, a los lugares se llega sólo por referencias.
La segunda jornada sube la vara de la exigencia: son 86 kilómetros hasta Villa Traful, en su mayoría de ripio. La gente que circula con autos y camionetas saluda con entusiasmo a los ciclistas, y los que se ubican en la cima del Paso Córdoba suelen hacer apuestas sobre la suerte de aquellos pedaleantes que ven trepar la demoledora cuesta viboreante con paciencia de hormiga. Lo confiesan con mezcla de curiosidad y admiración.
Tras el mirador del Paso Córdoba se abre el tramo más accesible: un descenso largo que acelera el recorrido. Es un buen aliciente para totalizar los primeros 55 kilómetros de la jornada hasta Confluencia, tal el nombre de ese hito vial y geográfico en el que convergen rutas y también dos de los ríos más significativos de la Patagonia: el Limay y el Traful.
Un chapuzón en las frías aguas del sur da aliento para encarar los últimos 30 kilómetros hacia Villa Traful, ya por la Ruta 64. Pero en verano el sol pega duro y el desierto seca la garganta. Durante varias horas, el tesoro más preciado estará dentro de las cantimploras. Por eso, hay que tener cuidado y echarle un vistazo cada tanto. El ripio hace galopar a la bicicleta y hasta el más duro de los precintos se doblega al primer movimiento brusco. Las piedras sueltas y la marcha cuesta arriba hacen sentir ridículo cualquier esfuerzo, sobre todo si aparece el gran enemigo del ciclista: el viento en contra. En ese contexto, la aridez y la vegetación seca se vuelven perturbadoras, los autos tiznan la cara del pedaleante de polvo y ni los mosquitos se asoman.
El lago Traful, enmarcado por las alturas cordilleranas, en uno de los más bellos tramos del paseo.
TRAFUL Y LA VUELTA A LOS LAGOS Los folletos turísticos hablan de Villa Traful como una “pequeña aldea de montaña con mínima alteración del marco natural, casi lo imprescindible para que sus poco menos de 600 habitantes puedan vivir”. Exactos cuatro kilómetros antes de llegar al pueblo está el mirador, al que se accede por una pasarela de madera. Se trata de un balcón panorámico ubicado encima de una pared de acantilados de 100 metros, altura que provoca un imponente efecto de vientos en la cima.
Ese es el principal “atractivo de postal” sobre la margen habitada del lago Traful. Para visitar los otros, hay que cruzar con servicios privados de embarcaciones que operan sobre la denominada “marina”, que es un muelle con amarradero justo a la altura del centro cívico. Hasta allí se llega para conocer, por ejemplo, las pinturas rupestres de los tehuelches que vivieron en el lugar hace 600 años (es decir, poco antes de la llegada de Colón y el comienzo de la conquista europea en el continente). En el lago Traful habita el otro ser característico de la zona: esa nutria de 120 centímetros llamada huillín, que tiene allí su único hábitat en el mundo e ilustra el escudo del Parque Nacional Nahuel Huapi como forma de concientizar sobre el peligro de extinción al que fue sometida por la voraz industria peletera.
Después de un día de ocio y descanso, comienza el último tramo de pedaleo, dejando atrás ese pequeño pueblo lleno de jóvenes que ocupan los diez campings que hay a la vera del lago. Los primeros 30 kilómetros son sobre la pedregosa Ruta 65, entre cuya arboleda se asoman el resplandeciente azul del lago Traful y también carteles de señalética amarillos llenos de perdigonazos (una postal característica de esos caminos). A la derecha, una pared de montañas pronunciadas que terminaban en el marrón grisáceo de sus cumbres desheladas.
Al cabo de tres horas de trajín, aparece la Ruta 40 con su historia, sus lagos y su sonido. Porque el pavimento tiene música: al rodarlo, se orquesta una sinfonía con las ruedas acelerando sobre el cemento. Las exigentes trepadas a cinco km/h son parte del pasado y todo se vuelve bello. Los lagos se suceden uno detrás del otro al costado de esa ruta emblemática, con sus espejos de agua, sus cumbres boscosas y sus paisajes alucinantes.
El primero que aparece, curiosamente, es el Escondido, con sus bosques de coihues como marco de las aguas verdes. Más adelante, unidos por un arroyo y separados por un itsmo, asoman el Villarino y el Falkner. Aunque los dos tienen campings, el preferido por los mochileros es aquel que lleva el nombre del cura inglés que recorrió la zona en el siglo XVIII y la describió con precisión de geólogo y verba de historiador. Y, antes de llegar al destino final, el Machónico anticipa la llegada con sus azules intensos.
Cuando el odómetro está por marcar los 100 kilómetros recorridos, se abre un cierre épico. Pura bajada por la Ruta 40 en entrada triunfal a San Martín de los Andes, con el Lacar explotando de tonos, gente y barquitos. Después de días tremendos, solitarios e inolvidables, la civilización se arrima a un palmo de distancia. Un extraño ruido brota de la mochila: es el celular que acaba de recuperar señal. El pedaleante no tiene claro si está recuperando su humanidad, o si en verdad será despojada nuevamente de ella en las comodidades de la vida doméstica.
Fuente: pagina12
Pedaleando los lagos
Gira por la Ruta 40 –el Camino de los Siete Lagos– y el Paso Córdoba, recorriendo en bicicleta casi 400 kilómetros en total entre San Martín de los Andes y las villas Meliquina y Traful. Consejos, extensiones del circuito y una mirada a las aldeas de montaña desde una perspectiva diferente.
Por Juan Ignacio Provéndola
Existe un sencillo código entre quienes pedalean rutas adentro. Consiste en saludarse cuando dos de ellos se cruzan desandando el camino que el otro desea transitar. Puede ser con la mano abierta o el pulgar arriba, aunque un simple cabeceo basta para cumplir la gentileza. El que está acostumbrado a moverse por centros urbanos con la velocidad de las bicisendas pavimentadas y el enajenamiento del gentío metropolitano quizás no pueda tomar dimensión de este hecho pequeño pero, a la vez, supremo. En ese saludo casi instintivo se revela una esencia humana que, por momentos, parece perderse en la inmensidad de una naturaleza salvaje, aún no contaminada por esa industria sin chimenea llamada turismo.
Muchos ciclistas de largo aliento eligen la Patagonia como destino para trazar esta clase de travesías que combinan una exigente entrega física con la contemplación de paisajes ajenos a la vida citadina. Y el Camino de los Siete Lagos se impone como el circuito más recurrido: la facilidad de la Ruta 40 asfaltada, la vista que ofrece su geografía lacustre y montañosa y el aire puro de toda la región son algunos de los motivos que empujan a centenares de ciclistas a encarar tamaña aventura en épocas de calor.
Pero existe una alternativa que triplica los kilómetros, agrega lugares impensados y concluye en una expedición inolvidable. Se trata de una especie de círculo que toma 75 de los 110 kilómetros del Camino de los Siete Lagos y se redondea con el llamado Paso Córdoba y el nudo entre los ríos Limay y Traful llamado Confluencia. Todo comienza y termina en San Martín de los Andes, la más importante de las ciudades de este recorrido que también pasa por las villas Meliquina y Traful.
Antes que nada, hay que tener en cuenta consideraciones ineludibles para este viaje. Por empezar, en estas rutas casi no hay señal para teléfonos celulares. Y tampoco abundan lugares para comprar bebida y alimentos, por lo que es indispensable partir munido de las provisiones necesarias para reponer hidratos y nutrientes. Una clave son las frutas secas, aunque también se recomienda llevar bebidas isotónicas, o en su defecto agua mineral. El largo pedaleo al calor del sol suele franquear la resistencia térmica de las caramañolas, elevando considerablemente la temperatura de las bebidas. A pesar de que no es agradable ingerir líquidos en estas condiciones, hay que sobreponerse a la situación, ya que más importante que el gusto es la hidratación. Un trago de agua tibia es mucho mejor que nada, y el organismo igualmente lo agradecerá. Otro detalle sustantivo es el estado mecánico de la bicicleta. Frenos, neumáticos, amortiguaciones y engranajes deben ser chequeados por un especialista antes de partir. Fundamental: llevar kits de emparche, cámaras y cadenas de repuesto, además de herramientas que puedan servir para hacer los ajustes y reposiciones que sean necesarios.
Vista de San Martín de los Andes, punto de partida y de llegada, desde el mirador Arrayanes.
SAN MARTÍN COMO INICIO Y ENSAYO Tomar de punto de partida a San Martín de los Andes ofrece el agregado de que, antes de salir a la ruta, se pueden realizar pedaleadas internas para afinar el estado físico. La ciudad cuenta con subidas, faldeos, miradores, playas y lagos de acceso dificultoso que ponen a prueba los músculos del cicloturista aventurero.
San Martín de los Andes fue fundada en 1898 sobre un territorio que estaba en litigio con Chile, y que recién se incorporó administrativamente a la Argentina en 1902. Además del destacamento militar que dio origen a la ocupación, su actividad económica se basó en molinos harineros y en aserraderos hasta que en la década del ’70 comenzó a impulsarse la actividad turística. Esto dio lugar a una coqueta villa cordillerana de casas de madera y piedra donde existe un celoso cuidado de los rosales en las calles, armonía arquitectónica, limpieza en la vía pública y hábitos urbanos innegociables como la prioridad de paso al peatón.
Casi todo surge o mira hacia el lago Lácar, único espejo de agua de la zona que desemboca en el Pacífico. Dos claros ejemplos de esto son los miradores más importantes de la ciudad. Al Bandurrias se puede trepar por tres kilómetros de ripio, aunque hay una alternativa más larga -pero a la vez menos dificultosa- por la ruta 48, que se toma saliendo de la ciudad a través de la avenida Perito Moreno. Después de observar la imponente vista puede bajarse hasta La Islita tras cuatro kilómetros más.
Al Arrayán, en cambio, se puede acceder trepando la calle Juez de Paz J. Quiroga, que nace al final de Miguel Camino (la tradicional avenida costanera), hasta llegar al faldeo del denominado Camino Arrayán. Desde allí puede verse el casco urbano, el Lácar, la Cordillera de los Andes y el Curruhiunca, uno de los cerros más emblemáticos de la ciudad junto al Chapelco. En la cumbre, además, está la tradicional casa de té construida en 1939. Luego se puede bajar diez kilómetros atravesando bosques de cipreses con una vista espectacular sobre el Lácar a la izquierda por la ruta 108, hasta la Ruta 40, a la altura de la entrada playa Quila Quina.
Este es uno de los sitios administrados por los curruhuincas, una de las comunidades mapuches de la zona. La playa de fina arena blanca está emplazada en una bahía sobre el Lácar, a la que se llega tras 12 kilómetros de exigentes faldeos por un camino angosto lleno de robles, ñires y coihues. Hay un camping y se cobra entrada. Ahí se puede pasar el día y luego regresar al muelle de San Martín de los Andes a través de servicios de embarcaciones que permiten cargar la bicicleta. La otra opción es retomar la cuesta para volver a la Ruta 40 que conduce hacia San Martín, aunque cuatro kilómetros antes de la ciudad está la otra playa popular de la zona, Catritre, que también tiene camping y un pequeño restaurante con precios accesibles.
Hacia el otro lado de San Martín de los Andes se encuentra una visita interesante más para hacer el bicicleta. Son 12 kilómetros por la Ruta 62, que en su tramo asfaltado atraviesa el regimiento militar que dio origen al pueblo. Luego del destacamento, comienza un camino de ripio que conduce finalmente al Lolog, el extenso lago que le provee a San Martín el agua que sus habitantes y visitantes consumen. Una playa igual de bonita a las anteriores, aunque menos concurrida.
El séptimo de los siete lagos que componen el tradicional camino patagónico es el Lácar.
TOMANDO LA RUTA AL SURHasta aquí describimos bonitas visitas para hacer en el día. Pero todavía no hemos comenzado la verdadera aventura, aquella que se inicia dejando atrás las comodidades de San Martín. El destino de la primera jornada de ruta es Villa Meliquina, a 50 kilómetros de distancia. Constituye el día de pedaleo más corto, aunque no por ello subestimable.
Los primeros 30 son sobre la Ruta 40, con amables subidas sobre asfalto y algunas bajadas veloces que permiten redondear un promedio de velocidad cercano a los 20 km/h. Esto permite hacer ese tramo en unas dos horas, contando una breve pausa para recuperarse, hidratarse e incluso ingerir algún sólido liviano como una banana, aliada indispensable del ciclista de largo aliento. Un puñado de autos y algunos ciclistas componen una postal interrumpida únicamente por el majestuoso sobrevuelo de un cóndor. El ave emblemática de la región andina, ama y señora de las máximas alturas del nuevo mundo, aquella que decide arrojarse al vacío cuando sabe que la vida ya fue vivida… planea en paz, con sus alas extendidas, acompañando el pedaleo solitario. Increíble.
Poco antes del Machónico (el segundo de los siete lagos, contando el Lácar de San Martín Andes como el primero) comienza el desvío que nos introduce en la experiencia del ripio sobre la Ruta 63. El silencio patagónico se rompe con algún susurro del viento y unos avispones cayendo redondos sobre el asfalto por el calor fulminante. Sólo los tábanos resisten a la temperatura. Y también a los repelentes. El recuerdo de ellos vuelve por la noche, sucumbiendo en pleno sueño al ardor de las picaduras.
Se tratan de cuestas largas y descensos pronunciados, mientras el aire se carga de polvo y uno siente que respira cal viva. En verano, las montañas están desnudas de nieve y no infunden miedo. Distintos animales pastan a la vera de la ruta y es divertido chistarles a las ovejas. La mayoría se asusta y recula, aunque unas pocas valientes se quedan y responden.
El punto final de la primera etapa se empieza a anticipar unos ocho kilómetros antes de llegar: el lago Meliquina va bordeando el camino en medio de las coníferas de la banquina con sus aguas ofreciendo calma. Y, cuando se despeja la cadena de árboles, una pequeña playa se extiende ante la vista del recién llegado. Como les pasa a los beduinos que recortan los desiertos, el agua marca el destino del primer día. Un baño refrescante es la recompensa. Y su reflejo, la imagen del camino recorrido.
COMIENZA LA AVENTURA DEL RIPIO Villa Meliquina ofrece todo lo necesario para pasar la primera noche: buena comida y buen descanso. No más de 100 personas componen la población estable. Hay una sola escuela y atiende un único médico el primer jueves de cada mes. Viene del hospital de San Martín de los Andes, ciudad a la que los meliquinenses viajan para llevar sus bolsas de basura, hacer las compras, cargar combustible y pagar impuestos. Es que en Meliquina no hay supermercados ni estaciones de servicio. Tampoco gas, electricidad, agua corriente, cloacas, policía, señal de celular ni carteles en las calles. Por eso, a los lugares se llega sólo por referencias.
La segunda jornada sube la vara de la exigencia: son 86 kilómetros hasta Villa Traful, en su mayoría de ripio. La gente que circula con autos y camionetas saluda con entusiasmo a los ciclistas, y los que se ubican en la cima del Paso Córdoba suelen hacer apuestas sobre la suerte de aquellos pedaleantes que ven trepar la demoledora cuesta viboreante con paciencia de hormiga. Lo confiesan con mezcla de curiosidad y admiración.
Tras el mirador del Paso Córdoba se abre el tramo más accesible: un descenso largo que acelera el recorrido. Es un buen aliciente para totalizar los primeros 55 kilómetros de la jornada hasta Confluencia, tal el nombre de ese hito vial y geográfico en el que convergen rutas y también dos de los ríos más significativos de la Patagonia: el Limay y el Traful.
Un chapuzón en las frías aguas del sur da aliento para encarar los últimos 30 kilómetros hacia Villa Traful, ya por la Ruta 64. Pero en verano el sol pega duro y el desierto seca la garganta. Durante varias horas, el tesoro más preciado estará dentro de las cantimploras. Por eso, hay que tener cuidado y echarle un vistazo cada tanto. El ripio hace galopar a la bicicleta y hasta el más duro de los precintos se doblega al primer movimiento brusco. Las piedras sueltas y la marcha cuesta arriba hacen sentir ridículo cualquier esfuerzo, sobre todo si aparece el gran enemigo del ciclista: el viento en contra. En ese contexto, la aridez y la vegetación seca se vuelven perturbadoras, los autos tiznan la cara del pedaleante de polvo y ni los mosquitos se asoman.
El lago Traful, enmarcado por las alturas cordilleranas, en uno de los más bellos tramos del paseo.
TRAFUL Y LA VUELTA A LOS LAGOS Los folletos turísticos hablan de Villa Traful como una “pequeña aldea de montaña con mínima alteración del marco natural, casi lo imprescindible para que sus poco menos de 600 habitantes puedan vivir”. Exactos cuatro kilómetros antes de llegar al pueblo está el mirador, al que se accede por una pasarela de madera. Se trata de un balcón panorámico ubicado encima de una pared de acantilados de 100 metros, altura que provoca un imponente efecto de vientos en la cima.
Ese es el principal “atractivo de postal” sobre la margen habitada del lago Traful. Para visitar los otros, hay que cruzar con servicios privados de embarcaciones que operan sobre la denominada “marina”, que es un muelle con amarradero justo a la altura del centro cívico. Hasta allí se llega para conocer, por ejemplo, las pinturas rupestres de los tehuelches que vivieron en el lugar hace 600 años (es decir, poco antes de la llegada de Colón y el comienzo de la conquista europea en el continente). En el lago Traful habita el otro ser característico de la zona: esa nutria de 120 centímetros llamada huillín, que tiene allí su único hábitat en el mundo e ilustra el escudo del Parque Nacional Nahuel Huapi como forma de concientizar sobre el peligro de extinción al que fue sometida por la voraz industria peletera.
Después de un día de ocio y descanso, comienza el último tramo de pedaleo, dejando atrás ese pequeño pueblo lleno de jóvenes que ocupan los diez campings que hay a la vera del lago. Los primeros 30 kilómetros son sobre la pedregosa Ruta 65, entre cuya arboleda se asoman el resplandeciente azul del lago Traful y también carteles de señalética amarillos llenos de perdigonazos (una postal característica de esos caminos). A la derecha, una pared de montañas pronunciadas que terminaban en el marrón grisáceo de sus cumbres desheladas.
Al cabo de tres horas de trajín, aparece la Ruta 40 con su historia, sus lagos y su sonido. Porque el pavimento tiene música: al rodarlo, se orquesta una sinfonía con las ruedas acelerando sobre el cemento. Las exigentes trepadas a cinco km/h son parte del pasado y todo se vuelve bello. Los lagos se suceden uno detrás del otro al costado de esa ruta emblemática, con sus espejos de agua, sus cumbres boscosas y sus paisajes alucinantes.
El primero que aparece, curiosamente, es el Escondido, con sus bosques de coihues como marco de las aguas verdes. Más adelante, unidos por un arroyo y separados por un itsmo, asoman el Villarino y el Falkner. Aunque los dos tienen campings, el preferido por los mochileros es aquel que lleva el nombre del cura inglés que recorrió la zona en el siglo XVIII y la describió con precisión de geólogo y verba de historiador. Y, antes de llegar al destino final, el Machónico anticipa la llegada con sus azules intensos.
Cuando el odómetro está por marcar los 100 kilómetros recorridos, se abre un cierre épico. Pura bajada por la Ruta 40 en entrada triunfal a San Martín de los Andes, con el Lacar explotando de tonos, gente y barquitos. Después de días tremendos, solitarios e inolvidables, la civilización se arrima a un palmo de distancia. Un extraño ruido brota de la mochila: es el celular que acaba de recuperar señal. El pedaleante no tiene claro si está recuperando su humanidad, o si en verdad será despojada nuevamente de ella en las comodidades de la vida doméstica.
Fuente: pagina12